El último contacto visual con el capo se tuvo a las 20.52. Las cámaras de penal detectaron su presencia en la zona de lavado. Allí, siempre según la nota de la Comisión Nacional de Seguridad, los presos, además del aseo personal, limpian sus enseres. Al no reaparecer, los guardias acudieron a su celda. Estaba vacía. Las alarmas saltaron. Las autoridades pusieron en marcha un masivo protocolo de seguridad. El aeropuerto de Toluca, en el Estado de México, donde se ubica la cárcel, fue cerrado. Cientos se policías fueron desplegados por la zona. A primera hora de la madrugada mexicana, el operativo no había dado ningún resultado.
La cárcel de El Altiplano forma parte de las leyendas carcelarias mexicanas. En sus 27.000 metros cuadrados se mezclan desde el alcalde Iguala, José Luis Abarca, hasta criminales como Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, líder de los Caballeros Templarios; el despiadado Edgar Valdez Villarreal, La Barbie;Héctor Beltrán Leyva, El H, o Miguel Ángel Félix Gallardo, El Padrino, el padre de los grandes narcos, incluido El Chapo. En los últimos años, jamás se había escapado de ahí ningún preso. Considerado inexpugnable, el penal está sometido a vigilancia excepcional y, al menos en apariencia, somete a los presos a un intenso control. Este hecho ha motivado episodios como la carta firmada en febrero pasado por todos los grandes capos en la que se que se quejaban de sus “indignas e inhumanas” condiciones.
La huida de El Chapo derriba de cuajo este mito y vuelve a poner a las fuerzas de seguridad mexicanas en la situación previa al 22 de febrero de 2014. Ese día, los comandos de la Marina detuvieron al capo en el departamento 401 del Condominio Miramar, frente al malecón de Mazatlán, en Sinaloa. La captura puso fin a una larga e intensa búsqueda que se había acelerado una semana antes, cuando estuvieron a punto de atraparle en su casa de seguridad de Culiacán. Salvado por la puerta de blindaje hidráulico, que le dio unos minutos de oro, pudo huir a través de un pasadizo metálico que desembocaba en las alcantarillas.
Acompañado de su escolta, el teniente desertor Alejandro Aponte Gómez, El Bravo, decidió romper su círculo de seguridad y huir a los cerros de Sinaloa, el corazón de su imperio. Pero antes quiso ver a su esposa, Emma Coronel, y a sus hijas gemelas. Las pistas acumuladas y las intervenciones telefónicas (más de 100) permitieron a los fuerzas de seguridad localizarle. El Chapo entró en el hotel de Mazatlán en silla de ruedas, disfrazado de anciano. Cuando los comandos irrumpieron en la habitación, se había ocultado en el baño. Eran las 6.50. Sobre la cama quedaron una maleta rosa, un bote de champú y un montón de ropa desperdigada. El delincuente del siglo había sido arrestado.
La captura puso fin a la leyenda, la del narcotraficante que desde su rocambolesca fuga en 2001 era considerado prácticamente intocable. Guzmán Loera había sido detenido en Guatemala en 1993 en una operación bajo mando mexicano. En aquel entonces era un cargo medio del narco. Un hombre que escribía con dificultad, pero cuya sangre fría le había hecho prosperar a la sombra del líder del cártel de Guadalajara, Miguel Ángel Félix Gallardo, capturado en 1989 y que precisamente ocupa celda en El Altiplano.
Tras esta primera detención, permaneció siete años en prisión, hasta que en enero de 2001, ocultó en un carro de lavandería, se escapó de la cárcel de Puerta Grande, en Jalisco. Fue entonces cuando empezó su verdadero ascenso. Rompió con sus socios y desató la guerra con otros cárteles. A sangre y fuego su poder fue creciendo. No hubo límite en esta expansión. Se enfrentó a los temibles zetas, libró una oscura batalla en Ciudad Juárez, doblegó sin compasión a los cárteles más débiles. Sus años dorados fueron el infierno de México. Era la guerra, y el Estado respondió con la movilización del Ejército. El país entró en estado de choque. Mutilaciones, decapitaciones, asesinatos en masa se volvieron moneda corriente, mientras en la cúspide del dolor, El Chapo acumulaba una fortuna que le situaba entre los hombres más ricos del planeta. El niño criado en las estribaciones de la Sierra Madre oriental, el agricultor de modales torpes, se había convertido en el señor oscuro de América.
Su poder era excesivo. Su capacidad letal ponía en cuestión al mismo Estado. Una inmensa maquinaria se puso en marcha para someterle a la ley. Por ello su caída, lograda tras años de investigaciones, fue vista no sólo como un triunfo del estado de derecho, sino como el principio de fin de la vorágine: el ocaso de una era, la de los grandes señores de la droga.
En este empeño, el Gobierno de Enrique Peña Nieto ha logrado a lo largo de dos años y medio acabar con los principales capos. El primero en caer fueMiguel Ángel Treviño, el Z-40, el hombre que pobló México de decapitaciones y que en sus orgías de sangre llegaba a comerse los corazones de sus víctimas. Luego llegaron Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la narcosecta de Los Caballeros Templarios, su sucesor La Tuta y en marzo pasado Omar Treviño Morales, el Z-42, capturado sin un tiro en una casa de San Pedro Garza (Nuevo León). Estos éxitos han sido presentados como una seña de identidad del Ejecutivo y han hecho creíble un combate que durante años se movió entre el escepticismo general. La fuga del penal de El Altiplano y sus más que previsibles repercusiones políticas, van a zarandear de firme estos logros. El Chapo vuelve a estar libre. El Estado mexicano se enfrenta, de nuevo, a su mayor enemigo.